Hoy 21 de diciembre, se cumplen 109 años de la masacre de la Escuela de Santa María de Iquique, uno de los capítulos más horrendos en la historia del país. Corría el año 1907, y la industria salitrera rugía con superlativo vigor en el rincón más árido del mundo, la provincia de Tarapacá, en el norte chileno, territorio arrebatado recientemente al Perú y a Bolivia durante la llamada Guerra del Pacífico (1879-1883). Esta industria se encontraba en manos, principalmente, de capitalistas ingleses y pese a producir enormes riquezas, poco de ésta iba a dar a las manos de los obreros que la producían con su sudor bajo un ardiente sol en este “infierno blanco”.
Bastante se ha escrito y dicho sobre las desgarradoras contradicciones de clases de la república oligárquica de comienzos del siglo XX. Ciertamente que el descontento no era una cuestión solamente de los obreros pampinos. Los principales centros urbanos chilenos también venían sufriendo de fuertes convulsiones sociales y de una potente oleada huelguística, apenas despuntado el siglo XX. Pero cualquier movimiento huelguístico en Tarapacá que afectara los intereses salitreros tendría repercusiones mucho más graves para la clase dominante, en la medida en que había importantes capitales británicos comprometidos, los cuales estaban íntimamente ligados a lo más rancio de la oligarquía criolla y tenían gran influencia sobre las esferas del poder, y en la medida que el salitre constituía el pilar que sustentaba al fisco, siendo el sector más dinámico de la economía.
Diversos movimientos obreros y huelguísticos, espontáneos y sin mayor coordinación, se produjeron desde comienzos de diciembre de 1907 en la ciudad de Iquique, principalmente, por reivindicaciones salariales. La expresión máxima de esta convergencia obrera fue el Comité de huelga, formado el 16 de diciembre, el cual incluía un secretariado, diferentes comisiones y un sistema de delegados de las distintas oficinas y gremios en conflicto, lo que lo hacía efectivamente participativo, democrático y representativo de las amplias bases movilizadas.
Este comité estuvo integrado por destacados militantes anarquistas, como José Briggs, mecánico de origen norteamericano, quien fuera presidente del comité; Luis Olea, uno de los dos vice-presidentes del Comité, destacado militante de la primera camada de anarquistas de fines del siglo XIX, con vasta trayectoria en organizaciones obreras y publicaciones ácratas, que emigró en 1904 a la oficina de Agua Santa con fines proselitistas; Ricardo Benavides, dirigente de los panaderos; Manuel Esteban Aguirre, ex-dirigente de la mancomunal de Antofagasta y Carlos Segundo Ríos Gálvez, profesor primario, eran los representantes del Centro de Estudios Sociales Redención, de abierta inspiración anarquista; y por último, Ladislao Córdova, obrero de la oficina San Pablo, quien era prosecretario del comité.
La autoridad propuso, en la misma ocasión, al presidente de la mancomunal del puerto, Abdón Díaz, como mediador entre las partes en conflicto, lo cual fue rechazado de plano por los obreros, quizás, por estar éste bastante alineado con las autoridades y con la Alianza Liberal que había llevado al poder a Pedro Montt. Un día más tarde los obreros elegían al Comité de Huelga ya mencionado para que les representara. Este Comité de Huelga fue el encargado de presentar ante las autoridades y los representantes de la parte patronal, el mismo día de su conformación, el pliego petitorio de los trabajadores.
Ninguna de los puntos pedidos podría siquiera ser considerado radical, ni mucho menos, revolucionario: aumentos salariales, supresión del sistema de fichas, medidas para frenar la rapacidad patronal en las pulperías mediante el establecimiento de libre comercio en las oficinas, así como control de medidas y pesos, medidas de seguridad laboral (cubrimiento de bateas), instrucción para los obreros y medidas de protección laboral para los obreros huelguistas.
El movimiento, pese a lo que puedan afirmar los cables histéricos de las autoridades y los relatos posteriores que intentaron justificar la masacre, mantuvo en todo momento una actitud disciplinada y enfatizó cuanto pudo su carácter estrictamente pacífico y aún respetuoso de las autoridades. Se encargaron, mediante las comisiones, que se mantuviera el orden en la ciudad y que los obreros no dieran pie a actitudes que las fuerzas represivas pudieran interpretar como provocaciones. Pero la decisión de reprimir ya estaba tomada, como se puede comprobar en los cables telegráficos del ministro Rafael Sotomayor al intendente interino Julio Guzmán García:
“Santiago 14 de diciembre. Si huelga originase desórdenes, proceda sin pérdida de tiempo contra los promotores o instigadores de la huelga; en todo caso debe prestar amparo, personas y propiedades deben primar sobre toda consideración; la experiencia manifiesta que conviene reprimir con firmeza al principio, no esperar que desórdenes tomen cuerpo. La fuerza pública debe hacerse respetar cualquiera que sea el sacrificio que imponga. Recomiéndole pues prudencia y energía para realizar las medidas que se acuerden. Sotomayor”
El día de la tragedia
Luego de la negativa de los ingleses y los salitreros a negociar, desde la noche anterior, circulaba el rumor de que las tropas harían uso de la fuerza bruta y que se buscaría apresar a los dirigentes, por lo cual una asamblea del comité el sábado decidió buscar asilo con el cónsul de los EEUU –país de creciente “prestigio” en la región, pero sin intereses sustantivos en la industria salitrera. Además, el hecho de que Briggs, el presidente de la huelga fuese de origen norteamericano, tiene que haber pesado a la hora de decidir el asilo en este consulado.
Luis Olea y José Santos Morales fueron comisionados por el comité para entrevistarse con el cónsul norteamericano, pidiendo asilo para no ser “matados como perros”. El cónsul negó la protección a los huelguistas aduciendo que él no era más que un representante comercial de su gobierno. Al serles rechazada la solicitud de asilo por el cónsul norteamericano, enviaron cartas de protesta por los abusos de la autoridad a otros consulados.
Los obreros buscaron por todos los medios una solución al conflicto y maniobraron como pudieron para evitar el hecho de sangre: desde mantener la calma aún pese a las provocaciones, negociar un aumento temporal en vez del petitorio completo y, por último, buscar el asilo como manera de “disolver” el conflicto sin que éste fuera derrotado. Esta actitud contrasta notablemente con lo que ciertos historiadores, de manera bastante injusta, han asumido como la supuesta incapacidad de los obreros de “tomar iniciativa ante el devenir de los acontecimientos” o con su supuesto “orgullo empecinado”
A las 1,30 de la tarde se alistaban las tropas para el ataque: las tropas de los regimientos O’Higgins, Carampangue (las mismas que ya habían derramado la sangre en Buenaventura), Rancagua, más artilleros, marinos, granaderos y lanceros. Una hora más tarde algunas comisiones militares dieron la orden a los obreros de abandonar la escuela y dirigirse al Club Hípico. Los obreros rechazaron esa orden. Solamente 200 obreros, de una masa calculada de unos 7.000, abandonaron la escuela entre los abucheos de sus compañeros. Los obreros no se moverían de la escuela.
Pasadas las 3,30 de la tarde, luego del ultimátum y la respuesta negativa de los obreros, Silva Renard da orden de fuego al regimiento O’Higgins, tras lo cual se desata una brutal orgía de muerte, una salvaje matanza perpetrada por bestias sobre excitadas con el hedor a sangre obrera, que solamente se detiene cuando un sacerdote, con un bebé acribillado por los perros uniformados en sus brazos, ofrece su pecho al general. El mismo general, resume su cobarde acción de la siguiente manera:
“Había que derramar la sangre de algunos amotinados o dejar la ciudad entregada a la magnanimidad de los facciosos que colocan sus intereses, sus jornales, sobre los grandes intereses de la patria. Ante el dilema, las fuerzas de la Nación no vacilaron”.
Obreros desarmados, con sus manos vacías, algunos de los cuales agitaban banderas blancas, fueron masacrados con siniestro sadismo por “nuestro” “glorioso” ejército. ¿Cuantos obreros murieron? Es difícil de precisar. Silva Renard en su testimonio habla de 140 muertos. Pero esta cifra es, a todas luces, imposible de creer. Se dice que 3.600. Pero es imposible de saber a ciencia cierta cuantos cayeron entre los obreros, sus familias y las señoras que vendían comida y empanadas fuera de la escuela, quienes también sufrieron de la represión. Después de todo, a los que se mató fue a los “nadie”, esos que nos dice Galeano que valen menos que las balas que los matan. Pero, ciertamente, fueron alrededor de 2.000. No menos de esta cifra. Asesinados vilmente por un ejército criminal y cobarde.
Así se sellaba este capítulo que marcó toda una época del movimiento obrero chileno; el movimiento obrero entraría en un reflujo de aproximadamente un lustro. Pero, al contrario de lo que los represores pretendían, no se pudo detener eternamente la marea obrera que lucha por el cambio ayer como hoy. No pudieron entonces, no pudieron en 1927, no pudieron en 1973, no podrán ahora. Como decía el obrero Sixto Rojas: “La sangre vertida es semilla que germina haciendo nacer nuevos luchadores (…) en todas las edades, donde hubo tiranos, hubo rebeldes”.